miércoles, 11 de agosto de 2010

Siesta

Con el pie derecho borraba una y otra vez los dibujos que, con un palito seco, hacía en la tierra. A veces eran animales, figuras humanas, soles, estrellas o lunas; otras veces los combinaba y eran perros con pies de estrellas, humanos con rostros de lunas, soles con brazos y piernas... Se le escuchaba murmurar una cancioncilla, aprendida quizás en su infancia.
En su brazo derecho, cubierto de una sábana vieja, casi transparente, el niño parecía dormido, ajeno a tanto calor que lo rodeaba.

Sentada en una piedra, en el medio de aquel patio de tierra apenas protegida por la sombra de un terebinto espantaba con pereza los mosquitos que se saciaban con la sangre de sus piernas, que a veces de tan llenos perdían la vida con un manotazo desganado y se convertían en manchas rojas sobre aquella piel oscura, seca.

Por momentos la criatura parecía querer despertarse, porque comenzaba a mecerla con más rapidez y el monótono canto se alternaba con tiernas palabras para que volviese a dormir. Luego, todo volvía a la calma. Ni siquiera las hojas de las pocas plantas que rodeaban el lugar se movían. Sólo las sombras crecían sin que se notara, se deformaban alargándose más, adueñándose de la tierra seca, del polvo apenas pisonado por las figuras que casi ni se atrevían a deambular a esas horas.

El calor no cedía.

Ella vestía una pollera suelta, casi tan transparente como el manto de su bebé. Una remera vieja, con un la cara de agún candidato aún más deformado por los excesos del tiempo y del uso, apenas cubren sus tetas caídas, de pezones oscuros, cubiertas de sudor. El cabello largo, poco peinado, tan seco como la tierra, con varias canas entrecruzándose. Su cara, perdida en el tiempo, estaba zurcada por casi veinte años más de los que tenía.

Con el paso de las horas, más figuras cruzaban por donde ella estaba. Apenas los miraba y ellos ni siquiera se daban cuenta de su presencia. Alguna que otra persona le producía cierto temor e intentaba proteger al niño que mecía girando sobre la piedra.

La siesta se convirtió en tarde, la tarde casi en noche. Supuso que el niño tendría que despertar y se paró. Comenzó a acomodarlo en el otro brazo y se levantó la remera. Cuando lo miró, vio que abría los ojos. Dio un grito y lo tiró al piso. Un golpe seco. Le arrojó encima el trapo, con furia.

-¡Mi bebeeeeeeee!- gritaba. Quiso patearlo.

Los enfermeros corrieron hacia donde estaba, la agarraron de los brazos. Uno de ellos levantó el muñeco sucio.

-Acá está tu bebé- le dijo mostrándole el desnudo juguete de plástico.
-¡Ese no es mi bebé, hijo de puta! ¡Vos me sacaste mi bebé! ¡Devolvémelo!

Logró zafarse de quien la tenía, se abalanzó sobre el otro, tomó el muñeco y lo arrojó lejos. Antes de que pudieran sujetarla repartió golpes y gritos por igual. La tiraron al piso. Otra enfermera se acercó, con el calmante preparado.

-¡Alicia, hacé que me devuelvan a mi bebé! ¡Este hijo de puta me lo sacó!

Le tenían el brazo, pudieron inyectarla. Comenzó a llorar, vencida. Alicia recogió al muñeco.

-Acá está tu bebé, no te preocupés.
-Mentira, ese no es mi bebé. Me lo sacaron.
-Es este, mirá. Vos me dijiste que tenía ojitos celestes...
-¡No, no es!
-Miralo bien, ¿Ves que este tiene ojos celestes?

La miró, suplicante, casi convencida.

-¿Viste que es este?! Ahora agarralo. Hacelo dormir.
-¿Segura de que es él?
-Sí, shh. No hagás ruido. Se está por dormir.
-Gracias, vos sos mi amiga en serio. Por eso te quiero.

La metieron en la cama. Comenzaron a atarle los pies.

-Claro. pero no hagas ruido. Vos también tenés que dormir.
-Gracias...

Se había dormido.



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