sábado, 28 de agosto de 2010

Antes de ayer

Yo puedo. Yo puedo-se quejó-. Conozco el lugar.

Caminaba con dificultad, le molestaba su pierna derecha. Su bastón era largo, hecho de caña de azúcar, liviano pero firme. Su rostro mostraba cansancio, su caminar, no. Ojos vidriados, celestes casi blancos, profundos, miraban al frente. La barba era de tres días. Dos mujeres le apretaban los brazos de cada lado, acompañándolo.

El pasillo estaba oscuro, como el anterior, y el de más atrás. Todo parecía un laberinto de cemento sin pintar, con humedad de lluvias que no existieron. Las puertas eran pesadas y ante cada una, él fue empujándolas con decisión. Se escuchaba la intermitencia de un goteo en el fondo; no era la sangre que caía de su boca, derramándose sobre charcos secos, ya antiguos y sin memoria.

El sonido de respiraciones ajadas ahogaba sus párpados. Los cerraba con cada rastro de dolor que llegaba a su palma apoyada en el bastón. Encorvado, siguió caminando. Y ellas con él.

Recordó una lapicera azul, una lista y algunas letras. Una chispa y un nombre, un tachón sobre el papel. Un mate en el pasillo. Una tela blanca, a veces manchada. Un vino en uno de los cuartos del fondo. La radio encendida y un relato mágico. Apretó su puño y una de las mujeres lo miró. Estamos llegando, sí, lo sé, lo sé. Suéltenme ahora. Sacudió el brazo pero ninguna lo liberó. Empujaron la puerta C35 y él se dejó caer sobre el colchón mojado.

Creo que hay unas sábanas por ahí-dijo una de las mujeres-. Cualquier cosita grite ¿sabe? No lo vamos a escuchar. Todos hacen lo mismo, así que…Entiéndanos, ¿uno se acostumbra no?-sonrió la otra y cerraron la puerta.

Quedaron solos, todos ellos. El viejo y su bastón. El colchón hediondo y la sangre que seguía cayendo, sobre sus mismas huellas.


jueves, 26 de agosto de 2010

Ayer 1

Apenas abrió la puerta de la pieza se avalanzó sobre él. Había planeado esperarlo en la cama, pero no pudo aguantarse. Al escuchar el ruido de la bicileta que se detenía se levantó y se quitó toda la ropa. Lo tomó tan por sorpresa que casi la golpea, creyéndola un agresor, pero ella comenzó a quitarle con prisa la camisa, a tirones y cedió ante el gozo inminente. Los botones golpeaban en las paredes mientras la saliva comenzaba a entremezclarse.

Las manos ásperas querían abarcar toda la piel desnuda y las afiladas uñas raspaban la espalda recién descubierta. Le saltó encima y lo rodeó con brazos y piernas, le encantaba sentir su olor de ducha pospuesta, le excitaba su barba apenas crecida rozándole la cara, la encendía el cerrar la puerta golpeándola con su espalda desnuda.

Él la sostuvo con una sola mano, se desprendió el cinto con la otra, desprendió el botón del pantalón, bajó el cierre, apenas bajó el calzoncillo y la penetró casi con violencia; el sentirla gemir y el ruido de la espalda golpeando la puerta lo encendían más y embestía con mayor fuerza.

Ella sintió con gozo cada borde, cada hendidura, cada poderosa fibra de la parte de él que entraba en ella, que llenaba sus húmedos vacíos. Percibía la fusión de sus olores y su piel completa se estremecía al oirlo jadear.

Quería verla por completo; tambaleó un poco pero logró quitarse toda la ropa. Cayó encima de ella, sobre la cama que se sumó a los gemidos. Pudo ver sus pezones oscuros, su ojos que le insistían que no se detuviera, sintió las manos en sus nalgas, que aceleraron las embestidas.

Casi salió de sí cuando sintió que él le lamía furiosamente un pezón, se lo chupaba. Gimió, casi gritaba.

Él se sentía a punto de explotar...

Ella se dio cuenta de que llegaba el final. Lo apretó fuertemente contra sí misma; tenía miedo de que la dejara, como todos, vacía; se extasió escuchándolo jadear, transpirar, embistiendo ya de forma intermitente, pero más duramente. Estaba llena de él.

Él cayo fulminado encima.

Pasado un rato él se incorporó.

-¡Me mataste, negrita!

Se acostó boca arriba en la cama y se cubrió con la sábana. Bostezó.

-Lo bueno de coger con vos, negrita, es que uno nunca tiene miedo de arruinarla con críos...

Se durmió.

Ella se quedó tendida arriba de la sábana, completamente desnuda. Esa noche, como casi todas no pegó un ojo.

martes, 17 de agosto de 2010

Mañana

-No creo que esto pueda solucionarse doctor, no tenemos entidad nosográfica que pueda albergar tanta cantidad de síntomas…
-ya lo creo, dígame fecha de internación…
-27 de febrero del 1977
-uf…más de 30 años…y usted hace cuánto lleva el caso?
-yo concursé esta residencia y ni bien quedé me dieron el caso..hará 1 año…trabajamos un grupo de psiquiatras y algunos psicólogos…en fin quedé solo en esto….
-entiendo…
-hemos presentado el caso en las Jornadas Anuales del año pasado, sólo pudimos dar algunos informes de avance…no tenemos nada claro, por eso decidí consultarle a usted ya ve, su trayectoria es la más respetada en este neuropsiquiátrico.
-bueno, déjese de elogios…no nos servirá de nada. El ministro me pidió que tomara cartas en el asunto, todo este temita de sacar a luz lo crímenes de la dictadura nos pone a trabajar…porqué no se dejan de joder!!!! Son unos demagogos…resulta que ahora importa saber qué mierda fue lo que la trajo a esta loca acá…..quieren culpar a los milicos…y si..capaz que algo hicieron pero …definitivamente la locura de esta mujer antecede a todo esto, sin diagnóstico no podemos dar informe alguno…nuestras cabezas están en juego…vamos a pensar un poco…
-lo que usted aconseje doctor…
-traiga un café

jueves, 12 de agosto de 2010

Noche

Quiso gritar. No pudo. Llorar, tampoco. La sábana lo asfixiaba, el ritmo desparejo del pecho de ella lo incomodaba. Tenía hambre, pero no era capaz de emitir sonido.

Abrió un poco la boca, buscó con su lengua su alimento. Palpó suavemente la remera gastada de su madre, encontró su seno. No la heriría con sus pequeños dientes, pero ella no despertaba. Esperó un rato. La oscuridad no cambiaba; una luz fluorescente titilaba sobre ellos, rutinaria. El eco de la respiración ajada de la mujer rompía la incertidumbre del silencio. Ambos estaban cansados, él lloraba por dentro, ella ya había llorado demasiado.

Le gustaba cerrar los ojos y reconocer voces, pero logró girar su cabeza un poco y observó las sombras bajo la puerta. Eran pasos decididos de los cuidadores de su mamá, deshechos por la luz de afuera. Gimió y tembló. Se movió nervioso sobre el pequeño espacio que tenía en la cama. Mordió la sábana y jugó con ella. Se enroscó en la tela, se sentía un poco grande; temía caerse y por eso se acurrucaba con esfuerzo. Cuando escuchó un ruido de tacos, se escondió bajo una colcha que caía de la cama y aparentó estar durmiendo.

La puerta se abrió, y con el destello que entró, apareció Alicia, la amiga de su mamá, siempre vestida de blanco, con guantes y sonrisa agotada, ojos hinchados de ver llorar, oídos cansados de aullidos. En su mano tenía una aguja, en su bolsillo un frasquito. Controló el suero. Caminó por la habitación. Él abría los ojos por unos instantes, para saber qué estaba ocurriendo, pero los cerraba con fuerza, por miedo. Percibió lo pasos más cerca, el perfume dulzón de Alicia; la sintió cada vez más cerca, podía escuchar su aliento. Presionaba sus pestañas hasta que le dolían, no quería ver, no quería respirar, ni un movimiento, ni un desliz.
Estaba a su lado. Sintió la presión de sus dedos finos, sus uñas sobre su brazo arrugado. La fuerza con la que Alicia lo apartó de su madre. Lo zamarreó con asco. Lo tiró al suelo y así quedó por un momento: acurrucado, desnudo bajo su pijama a rayas.

-¡Viejo de mierda! ¡Otra vez acá! ¿Por qué no dejás a esta pobre mujer en paz? ¡Pervertido!

Sobre el piso, el viejo temblaba, frágil en sus huesos, en su boca y en su alma. Sus dientes gastados tiritaban y no dejaban de sonar. Es mi mamá, es mi mamá, señorita. Soy su nene. Miremé, miremé los ojos, azules como los de ella. Señorita, creamé.

Vio cómo un líquido transparente llenaba la jeringa, otra vez. La aguja penetró hasta su sangre que cada vez circulaba más abatida. Dos hombres entraron y lo sacudieron, lo levantaron y arrastraron hasta el pasillo. Tenía hambre, quiso gritar, quiso llorar. Y pudo. Lo hizo desgarradamente, como un niño, como su niño.




miércoles, 11 de agosto de 2010

Siesta

Con el pie derecho borraba una y otra vez los dibujos que, con un palito seco, hacía en la tierra. A veces eran animales, figuras humanas, soles, estrellas o lunas; otras veces los combinaba y eran perros con pies de estrellas, humanos con rostros de lunas, soles con brazos y piernas... Se le escuchaba murmurar una cancioncilla, aprendida quizás en su infancia.
En su brazo derecho, cubierto de una sábana vieja, casi transparente, el niño parecía dormido, ajeno a tanto calor que lo rodeaba.

Sentada en una piedra, en el medio de aquel patio de tierra apenas protegida por la sombra de un terebinto espantaba con pereza los mosquitos que se saciaban con la sangre de sus piernas, que a veces de tan llenos perdían la vida con un manotazo desganado y se convertían en manchas rojas sobre aquella piel oscura, seca.

Por momentos la criatura parecía querer despertarse, porque comenzaba a mecerla con más rapidez y el monótono canto se alternaba con tiernas palabras para que volviese a dormir. Luego, todo volvía a la calma. Ni siquiera las hojas de las pocas plantas que rodeaban el lugar se movían. Sólo las sombras crecían sin que se notara, se deformaban alargándose más, adueñándose de la tierra seca, del polvo apenas pisonado por las figuras que casi ni se atrevían a deambular a esas horas.

El calor no cedía.

Ella vestía una pollera suelta, casi tan transparente como el manto de su bebé. Una remera vieja, con un la cara de agún candidato aún más deformado por los excesos del tiempo y del uso, apenas cubren sus tetas caídas, de pezones oscuros, cubiertas de sudor. El cabello largo, poco peinado, tan seco como la tierra, con varias canas entrecruzándose. Su cara, perdida en el tiempo, estaba zurcada por casi veinte años más de los que tenía.

Con el paso de las horas, más figuras cruzaban por donde ella estaba. Apenas los miraba y ellos ni siquiera se daban cuenta de su presencia. Alguna que otra persona le producía cierto temor e intentaba proteger al niño que mecía girando sobre la piedra.

La siesta se convirtió en tarde, la tarde casi en noche. Supuso que el niño tendría que despertar y se paró. Comenzó a acomodarlo en el otro brazo y se levantó la remera. Cuando lo miró, vio que abría los ojos. Dio un grito y lo tiró al piso. Un golpe seco. Le arrojó encima el trapo, con furia.

-¡Mi bebeeeeeeee!- gritaba. Quiso patearlo.

Los enfermeros corrieron hacia donde estaba, la agarraron de los brazos. Uno de ellos levantó el muñeco sucio.

-Acá está tu bebé- le dijo mostrándole el desnudo juguete de plástico.
-¡Ese no es mi bebé, hijo de puta! ¡Vos me sacaste mi bebé! ¡Devolvémelo!

Logró zafarse de quien la tenía, se abalanzó sobre el otro, tomó el muñeco y lo arrojó lejos. Antes de que pudieran sujetarla repartió golpes y gritos por igual. La tiraron al piso. Otra enfermera se acercó, con el calmante preparado.

-¡Alicia, hacé que me devuelvan a mi bebé! ¡Este hijo de puta me lo sacó!

Le tenían el brazo, pudieron inyectarla. Comenzó a llorar, vencida. Alicia recogió al muñeco.

-Acá está tu bebé, no te preocupés.
-Mentira, ese no es mi bebé. Me lo sacaron.
-Es este, mirá. Vos me dijiste que tenía ojitos celestes...
-¡No, no es!
-Miralo bien, ¿Ves que este tiene ojos celestes?

La miró, suplicante, casi convencida.

-¿Viste que es este?! Ahora agarralo. Hacelo dormir.
-¿Segura de que es él?
-Sí, shh. No hagás ruido. Se está por dormir.
-Gracias, vos sos mi amiga en serio. Por eso te quiero.

La metieron en la cama. Comenzaron a atarle los pies.

-Claro. pero no hagas ruido. Vos también tenés que dormir.
-Gracias...

Se había dormido.